EDITORIAL del NÚMERO 9

Descargaba las pequeñas jaulas una por una ayudado por otro operario, que al contrario que él no dejaba de hablar ni un momento, cualquier tema le valía para tirar del hilo. La imagen no era muy agradable; cajas cuadradas de plástico en las que se apretaban los conejos aún vivos que conscientes de su destino maldito no paraban de emitir chillidos agudos que crispaban aún más el ambiente de trabajo. La cinta transportadora conducía aquellos recipientes hasta una enorme trituradora donde se volcaban dejando caer a los animales. Los quejidos y el olor de los conejos se mezclaba con el sonido de los huesos rompiéndose al pasar bajo los rodillos de metal y con el fuerte hedor de la masa resultante. Aquello le deprimía demasiado, tanto que había acabado por aislarle del resto, se sentía como un verdugo.

Todas las mañanas eran iguales para él. Se levantaba a las 6:45 con la sintonía de Radio Nacional, no dejaba descansar los músculos ni un minuto más. Después de dibujarse con cafeína una mueca parecida a una sonrisa de pie en la cocina pasaba al cuarto de baño. Entonces procedía a su disciplina fija y metódica de aseo; ducha con agua muy caliente y afeitado en seco con maquinilla eléctrica. Seguido salía por la puerta y bajaba a la calle siempre por las escaleras, se metía en su camión y conducía tranquilo hasta el criadero. Una vez allí dejaba el vehículo cargando mientras apuraba otro café solo en el bar a la vez que leía la prensa en silencio. De vuelta en la carretera completaba la faena llevando la mercancía hasta el matadero. Pero aquel día en concreto en el que cumplía tres años en la empresa decidió tomarse un respiro, un cambio en su rutina. Empezó por cambiar el café por brandy para sentirse atrevido. Ayudó él mismo a cargar la mercancía soportando los gritos de los animales. Condujo media hora dando vueltas sin saber muy bien adónde ir, hasta que finalmente optó por la playa. Entró marcha atrás hasta la misma arena, abrió las puertas traseras y no paró hasta liberar a todos los conejos de sus jaulas. Se sentó en una duna, estaba satisfecho, veía a los bichos dar pasos inseguros en todas las direcciones ante la mirada aterrada de los curiosos. En un momento todos los animales decidieron correr hasta la orilla convirtiéndose en escasos minutos en una inmensa marea de color parda, hasta que sin remedio fueron desapareciendo de la superficie precipitándose uno a uno hasta el fondo. En un primer instante vio frustrada su oportunidad de redención, se mostró serio y extrañado, pero aquel gesto apenas duró un par de minutos. Finalmente comprendió que ellos mismos por primera vez fueron dueños de su destino final. Entonces fue cuando allí sentado con los pies descalzos comenzó a reírse a pulmón mientras los demás no dejaban de mirarle, no podían entender, no comprendían su lectura, él mismo igual que los conejos se sentía uno más de la manada, un humano por primera vez en años, capaz de sentir y reír.

El Padrino



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