Salía siempre inmediatamente detrás del último cliente,
apenas a un metro de su espalda. En la calle, la bastaba con
alargar el brazo para subir casi al paso al primer taxi. Se
acomodaba en el asiento trasero viendo en el retrovisor apenas
despuntar el alba con el sol convertido en un tímido punto
luminoso aún distante. Con las piernas cruzadas y la cabeza
apoyada se dejaba acunar por las exigencias del tráfico escaso a
esas horas, únicamente ordenado por hurañas y escuálidas señales.
Mantenía los ojos cerrados durante todo el trayecto, aún
así la costumbre hacía que supiese dónde estaba en todo momento.
Conocía de sobra cada recta, cada curva, las subidas y bajadas así
como las claridades y distintos golpes de luz que entraban a través
del parabrisas recorriéndole la cara. En el portal, como si se
tratase de una danza seductora y tribal se quitaba los tacones por
miedo a molestar con el traqueteo de los pasos, en el ascensor, la
chaqueta y las medias para ahorrar tiempo. Calentaba una taza de
leche en el microondas mientras acababa de quitarse la ropa,
seguido la apuraba de un trago de pie en la cocina. Por último
pasaba la mano por el lomo del gato y se metía en la cama. Estaba
acostumbrada a coger el sueño con la persiana a medio bajar,
contando en la pared el movimiento de los reflejos de la ondas
marinas. Permanecía quieta con la silueta encajada en el viejo
colchón que la abrigaba con un sinuoso abrazo. Se rendía
satisfecha al ritual diario del sueño pensando que de nuevo volvía
a ganar la partida al amanecer en un pulso desigual contrarreloj.
El Padrino
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