Concierto de CARAVANA MORIARTY

CABALLOS SALVAJES de Alejandro Rebollo

Hiciste trizas el poder acercarme a ti,
me da miedo decir que te necesito,
y sin embargo no sé si quiero necesitarte.


Tú te despediste en aquella esquina,
y me quede solo sin saber adónde ir o qué hacer.


Un cruce de calles maldito por el silencio,
bocas calladas, pieles mudas.

Ella en su rutina de partir y viajar me recordó
que los finales desesperan al firmamento.

Y yo aquí sentado, mirando las gaviotas del mar,
regresé a un viaje por el rail de mi pasado
y me encontré caballos salvajes galopando por la playa.


Cuando me miro me doy cuenta que soy uno de ellos
atrapado en una prisión de la que no sé escapar.

Editorial de ABSENTA POETAS Nº8


Luce igual que el primer día, los mismos bancos de madera barnizados, impolutos, en los que nadie se ha molestado en escribir su nombre, tampoco mensajes o fechas señaladas. Las fuentes secas con los platos oxidados por falta de uso, los árboles que siempre pierden las hojas antes de tiempo son los únicos incapaces de abandonar este sitio. Se molestaron, se esmeraron, lo construyeron en medio de la nada, todo bien estudiado, a la vieja usanza, punto y línea recta, adoquines de diseño francés. Ordenaron cortar el césped regularmente, pero ni siquiera los niños se acercan a mullir sus pies en él. No hay huellas recientes de visitantes a las que seguir el rastro hasta encontrar una historia real que merezca la pena, el sacrificio. De noche las farolas iluminan todo el recinto sin complejos, a pleno rendimiento, sin miedo de molestar a alguna pareja entretenida. Lo intentaron todo, pero la plata que llena los bolsillos no consigue colmar de encanto un lugar sin alma, huérfano, no puede abrigarlo con fantasmas ni presencias de antiguas vivencias. El nuevo parque se ve lustrado como unos zapatos de escaparate, atractivos pero sin la comodidad que da el buen uso del calzado hecho a la propia calza, la comodidad del cuero viejo, de la piel dada de sí, flexible. Lo rodearon de un centro comercial, de una gasolinera y hasta de un hotel de lujo, todos espacios de paso, muchos miraban pero nadie se paraba.

En cambio, yo, envuelto por los destellos mortecinos del ocaso, sentado donde siempre, solitario pensando, intento pasar el rato lejos del bullicio del fútbol, de la calma rutinaria de las misas y otras liturgias. Diluyo el espejismo frente a mis ojos otro domingo contracorriente, atrás quedaron luces y fuegos de artificio, salidas a hombros y tardes de pañuelos blancos. El instinto tirándome de la manga, tu silueta como en una pantalla tatuada, estática, presente, yo atrapado, perezoso, ausente. Quieto observo con la mirada puesta en la vieja fábrica de piezas de acero gris, tan duras y pesadas como el corazón de los tiranos. Tan contundentes como el plomo que lleva los sedales del pescador hasta el fondo en busca de nuevas capturas. El fuego de las chimeneas que en vano intenta calentar las torres húmedas también de metal. Las llamas rojas pasan a convertirse en humo esponjoso, que se eleva acompañado por el vuelo acrobático de los estorninos en medio de nubes polvorientas que anuncian el paso del azul al gris en esta estación otoñal. Intento no aproximarme demasiado rápido al invierno, mientras la ciudad va relajando la respiración hasta mantener un pulso lento y acorde como el compás de un vals, haciendo viajar a estos versos en vagones de cola hasta otra noche. Pienso en José Hierro viendo desfilar por mi memoria fotografías arrugadas en color sepia, iluminadas por tu insultante belleza juvenil. Escucho las historias que me cuentan las agujas del reloj que con su susurro armónico visten mi desnudez con relatos surrealistas. Narraciones épicas de personajes de charol que cubren el vacío de los baños de soledad en el exilio de tu abandono… no se me ocurre un lugar mejor para echarte de menos.

El Padrino

Fotografía: Mikel Lado Peña